El SUR... siempre al sur

domingo, 11 de agosto de 2013 18:48 Publicado por Jesús Díaz


¿Alguna vez han leído el cuento de Sur de Borges (Jorge Luis, el real, no el que se inventó Fox o al que le atribuyen frasecitas cursis en internet)?
Ah pues esta semana advertí aquello que decía el argentino, también entendí porque es más digno morir en una guerra que ver venir la muerte lentamente desde una sillita con vista a la playa de Santa Bárbara
¿Por qué digo lo de Santa Bárbara? Me explico. Alguna vez visité un asilo en Santa Bárbara, California. Muy ‘cute’ el lugar, aunque igual y era como una antesala del patíbulo, taciturno, cursimente incómodo, con paredes llenas de cuadros de paisajes cuyas imágenes avecinaban tempestades (también en velatorios hay de esos cuadros) y flores coloridas por todos lados, como las de casas de una abuelas pretensiosas que imaginan que sus adornos, de tanto estar ahí, un día van a despedir olores a vida.
El cuento de El Sur habla de un hombre, Juan Dahlmann, al que un día le llega la cuota de la vida y debe convalecer en un hospital. Entonces me puse a pensar en esa cuota, y casi me dio nauseas pensar en quienes no advierten de ellas y compran la falsa idea de la inmortalidad, o su prima hermana, la juventud eterna.
Dahlmann, nuestro personaje en el cuento de Borges, está triste, lo está porque cuando abre los ojos ve que está viviendo el momento que siempre temió para sí: Está en un hospital, sin control de sí. Enfermo.
“Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía.
“Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura.
“En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó”.

Borges nos habla de ese proceso que significa renunciar  a lo corpóreo, ese “ya no hay más” que sentimos a penas en una gripe, que nos da el alivio de pensar que otro, ese otro que padece cáncer o algo incurable, no somos nosotros. Sí, se siente compasión, pero a la vez se vive como un retrato de lo que uno es, o será. Todos somos uno, eso cobra significado aquí.
Entonces, el cuento de Borges da un giro. Dahlmann sale milagrosamente del hospital y se dirige al Sur de Argentina, hacia la Patagonia. Ese tren lo lleva a su origen, y pues el sur es el origen de todo, de la vida y la muerte. En el sur está la matriz que nos da vida, y hacía el sur la tumba. Pero el Sur de Dahlmann es distinto, el tren en el que viaja lo llena de aventura, de límites desbordados (que es como se tiene que vivir la vida).
Algo ocurre de nuevo: un grupo de hombres lo encaran, lo retan a duelo. Y el obviamente acepta. ¿Vale arriesgar una vida que apenas le han dado en un duelo a muerte? Lo vale. Obvio sí.

Dice Borges:
“Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado. Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”.
El cuento acaba ahí, también la vida de Dahlmann. En realidad este hombre nunca salió del hospital, pero en su agonía siempre soñó con una muerte de hombría, más digna. Así son los finales, no duele tanto terminar con algo, incluso con la vida, como duele hacerlo de la manera más cobarde posible. Nadie quiere ser un derrotado. No queda más que luchar contra eso.
De ahí que los miedos sean para mí lo más miserable que pueda existir en el mundo.  También la invalidez. Si yo fuera el doctor de Dahlmann, lo dejaría salir para enlistarse en una causa sin solución. Que deje todo ahí, total. Todos vamos al Sur.


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