¿Alguna vez han leído el cuento de Sur de Borges (Jorge
Luis, el real, no el que se inventó Fox o al que le atribuyen frasecitas cursis
en internet)?
Ah pues esta semana advertí aquello que decía el argentino,
también entendí porque es más digno morir en una guerra que ver venir la muerte
lentamente desde una sillita con vista a la playa de Santa Bárbara
¿Por qué digo lo de Santa Bárbara? Me explico. Alguna vez
visité un asilo en Santa Bárbara, California. Muy ‘cute’ el lugar, aunque igual
y era como una antesala del patíbulo, taciturno, cursimente incómodo, con paredes
llenas de cuadros de paisajes cuyas imágenes avecinaban tempestades (también en
velatorios hay de esos cuadros) y flores coloridas por todos lados, como las de
casas de una abuelas pretensiosas que imaginan que sus adornos, de tanto estar
ahí, un día van a despedir olores a vida.
El cuento de El Sur habla de un hombre, Juan Dahlmann, al
que un día le llega la cuota de la vida y debe convalecer en un hospital. Entonces
me puse a pensar en esa cuota, y casi me dio nauseas pensar en quienes no
advierten de ellas y compran la falsa idea de la inmortalidad, o su prima
hermana, la juventud eterna.
Dahlmann, nuestro personaje en el cuento de Borges, está
triste, lo está porque cuando abre los ojos ve que está viviendo el momento que
siempre temió para sí: Está en un hospital, sin control de sí. Enfermo.
“Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le
repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil
estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días
pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un
médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era
indispensable sacarle una radiografía.
“Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en
una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y
conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo
sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el
vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo.
Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había
estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su
boca el menor rastro de frescura.
“En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su
identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba
la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero
cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia,
Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la
incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan
abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose
y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día
prometido llegó”.
Borges nos habla de ese proceso que significa renunciar a lo corpóreo, ese “ya no hay más” que
sentimos a penas en una gripe, que nos da el alivio de pensar que otro, ese
otro que padece cáncer o algo incurable, no somos nosotros. Sí, se siente compasión,
pero a la vez se vive como un retrato de lo que uno es, o será. Todos somos
uno, eso cobra significado aquí.
Entonces, el cuento de Borges da un giro. Dahlmann sale
milagrosamente del hospital y se dirige al Sur de Argentina, hacia la Patagonia.
Ese tren lo lleva a su origen, y pues el sur es el origen de todo, de la vida y
la muerte. En el sur está la matriz que nos da vida, y hacía el sur la tumba.
Pero el Sur de Dahlmann es distinto, el tren en el que viaja lo llena de
aventura, de límites desbordados (que es como se tiene que vivir la vida).
Algo ocurre de nuevo: un grupo de hombres lo encaran, lo
retan a duelo. Y el obviamente acepta. ¿Vale arriesgar una vida que apenas le
han dado en un duelo a muerte? Lo vale. Obvio sí.
Dice Borges:
Dice Borges:
“Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco
había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo,
a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una
felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron
la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte,
ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado. Dahlmann empuña con firmeza el
cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”.
El cuento acaba ahí, también la vida de Dahlmann. En
realidad este hombre nunca salió del hospital, pero en su agonía siempre soñó
con una muerte de hombría, más digna. Así son los finales, no duele tanto
terminar con algo, incluso con la vida, como duele hacerlo de la manera más
cobarde posible. Nadie quiere ser un derrotado. No queda más que luchar contra
eso.
De ahí que los miedos sean para mí lo más miserable que
pueda existir en el mundo. También la
invalidez. Si yo fuera el doctor de Dahlmann, lo dejaría salir para enlistarse
en una causa sin solución. Que deje todo ahí, total. Todos vamos al Sur.
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