Memoria histórica personal

Jesús Díaz
@yisusreporter

Qué tal si nos esforzamos por tener memoria y valores, no morales; humanos. 
Yo no puedo olvidar los pequeños y grandes esfuerzos de mis padres, por ejemplo. 

Ellos, mi madre y mi padre, a quien mantengo vívido en mi mente (sus pláticas, sus detalles, su trabajo diario, sus sueños para el futuro de sus hijos, su sonrisa con nuestros logros), merecen mi respeto total hasta el último día de mi vida. 

Les juro me he quebrado pensando en su lucha constante, tan entregada y noble, sin pedir nada a cambio mas lo mejor para sus hijos. En su historia con final triste, pero que continúa en su legado. No puedo ir con la cabeza agachada por el mundo, porque eso sería no tener memoria de su esfuerzo y corazón.

Retribuyo eso recordando, respetando eso, e intentando ser íntegro en cada acto. Ahora me da hueva hacer las cosas mal, como hace 10 años; al final, creo que el esfuerzo extra de hacer todo con integridad (acabar lo que iniciaste, apoyar a otros, hasta levantar la basura...) resulta en un confort emocional. 

Vivir mal con el mundo, la gente y el entorno es muy pesado. Mejor liberarse y entender más las emociones de los demás y uno mismo. Pasar la etapa egoísta de querer patear todo tomando como referencia lo que está mal. Y ver lo que yo debo hacer para que algo, lo que sea, mejore. 

Me sorprenden aquellos que piensan que está mal decir que crees en el amor, comer más sano o que hay que ponerse una súper peda para ser cool. 

Yo nunca vi a mi papá tomado, y me sentía orgulloso de él. También lo vi amando a mi madre hasta el último día de su vida (recuerdo una cita que tuvieron unas semanas antes de que falleciera), y me sentía orgulloso de eso. Nunca vi a mi madre parar y echar la hueva, y me siento orgulloso de ella. Quizá porque ellos desde muy jóvenes privilegiaron al otro, quizá porque nunca sintieron la soledad del todo, es que yo crecí entendiendo eso. 

También sé que no todos tuvieron padres como los míos, pero, por citar un ejemplo, mi abuelo paterno tuvo problemas de alcoholismo y eso hizo que mi padre decidiera no tomar nunca. Cada quien toma su adversidad como quiera.

Eso es lo que llamo integridad, y se la debo a ambos.

El SUR... siempre al sur



¿Alguna vez han leído el cuento de Sur de Borges (Jorge Luis, el real, no el que se inventó Fox o al que le atribuyen frasecitas cursis en internet)?
Ah pues esta semana advertí aquello que decía el argentino, también entendí porque es más digno morir en una guerra que ver venir la muerte lentamente desde una sillita con vista a la playa de Santa Bárbara
¿Por qué digo lo de Santa Bárbara? Me explico. Alguna vez visité un asilo en Santa Bárbara, California. Muy ‘cute’ el lugar, aunque igual y era como una antesala del patíbulo, taciturno, cursimente incómodo, con paredes llenas de cuadros de paisajes cuyas imágenes avecinaban tempestades (también en velatorios hay de esos cuadros) y flores coloridas por todos lados, como las de casas de una abuelas pretensiosas que imaginan que sus adornos, de tanto estar ahí, un día van a despedir olores a vida.
El cuento de El Sur habla de un hombre, Juan Dahlmann, al que un día le llega la cuota de la vida y debe convalecer en un hospital. Entonces me puse a pensar en esa cuota, y casi me dio nauseas pensar en quienes no advierten de ellas y compran la falsa idea de la inmortalidad, o su prima hermana, la juventud eterna.
Dahlmann, nuestro personaje en el cuento de Borges, está triste, lo está porque cuando abre los ojos ve que está viviendo el momento que siempre temió para sí: Está en un hospital, sin control de sí. Enfermo.
“Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía.
“Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura.
“En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó”.

Borges nos habla de ese proceso que significa renunciar  a lo corpóreo, ese “ya no hay más” que sentimos a penas en una gripe, que nos da el alivio de pensar que otro, ese otro que padece cáncer o algo incurable, no somos nosotros. Sí, se siente compasión, pero a la vez se vive como un retrato de lo que uno es, o será. Todos somos uno, eso cobra significado aquí.
Entonces, el cuento de Borges da un giro. Dahlmann sale milagrosamente del hospital y se dirige al Sur de Argentina, hacia la Patagonia. Ese tren lo lleva a su origen, y pues el sur es el origen de todo, de la vida y la muerte. En el sur está la matriz que nos da vida, y hacía el sur la tumba. Pero el Sur de Dahlmann es distinto, el tren en el que viaja lo llena de aventura, de límites desbordados (que es como se tiene que vivir la vida).
Algo ocurre de nuevo: un grupo de hombres lo encaran, lo retan a duelo. Y el obviamente acepta. ¿Vale arriesgar una vida que apenas le han dado en un duelo a muerte? Lo vale. Obvio sí.

Dice Borges:
“Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado. Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”.
El cuento acaba ahí, también la vida de Dahlmann. En realidad este hombre nunca salió del hospital, pero en su agonía siempre soñó con una muerte de hombría, más digna. Así son los finales, no duele tanto terminar con algo, incluso con la vida, como duele hacerlo de la manera más cobarde posible. Nadie quiere ser un derrotado. No queda más que luchar contra eso.
De ahí que los miedos sean para mí lo más miserable que pueda existir en el mundo.  También la invalidez. Si yo fuera el doctor de Dahlmann, lo dejaría salir para enlistarse en una causa sin solución. Que deje todo ahí, total. Todos vamos al Sur.


Teorías de conspiración y periodismo de "chicle y pega"

lunes, 4 de febrero de 2013 20:38 Publicado por Jesús Díaz 0 comentarios
Cuando El País publicó una foto falsa de Hugo Chávez, uno de los diarios más críticos fue La Jornada, destacaban la pifia una y otra vez tanto en su página web, como en las redes sociales. El País se disculpó hasta el cansancio por ese error. 
Hoy La Jornada publica una nota de portada basada en un "informante" de la policía capitalina quién asegura haber visto un artefacto en el edificio de Pemex. "una maleta que en su interior contenía un artefacto color negro con varios cilindros’.
La entrevista, pésima por cierto, pues no indaga más en las características del artefacto, da por hecho un supuesto atentado sin sustento. Asume, además, ideas de la forma más antiética que puede contener una nota de esa magnitud.
En una conferencia transmitida hace una hora en televisión abierta, el titular de la Procuraduría General de la República mostró fotos del "artefacto", una maleta negra idéntica a la descrita por el policía que al abrirla contenía cosméticos. Sí, puede uno ver al equipo antibombas abrirla en el lugar de los hechos y extraer de ellas cosméticos.
La Jornada no se retrae, no se disculpa.
Supongamos el gobierno miente en este hecho, supongamos que existe un encubrimiento y, cómo asegura Proceso en otra nota un poco menos antiperiodística, fueron los Zetas, ¿qué se gana con el testimonio de "un informante" y una nota hecha al "ahí se va"? ¿No se indaga más, no se investiga?
Esa prensa de izquierda, cada vez más radical, opinativa y con menos capacidad de investigación, no puede darse el lujo de ser tan patética como los periódicos oficialistas (Milenio, OEM...), pero lo hace. Sus teorías de conspiración suenan tan sin fundamento, no porque no pueda existir algo así, sino porque sólo opinan, sin bases, de hechos que son fácilmente rebatidos.
Una buena idea sería leer investigaciones de The Washington Post (periódico que derribó a un presidente estadounidense), de la BBC o ya, si se quiere ser más de izquierda, The Guardian.
Basta de chismes de pasillo, la gente puede opinar por opinar, es su derecho, también las redes sociales, pero el periodismo no se puede dar ese lujo, como escribió Alexis de Tocqueville hace 200 años: "No es posible tener verdaderos periódicos sin democracia, pero tampoco democracia sin periódicos".