Destino...

¿Cómo pedirle al destino que no me quite esta sensación, que la retenga más tiempo en mi memoria?
Es cierto que uno necesita de las musas, pero encontrarse con una es algo que no esperaba.
No fue tanto esa belleza de su físico, sino eso otro que externó con cada movimiento de sus labios. En esa posición casi fetal en la que se postró, mientras se volcaba en una conversación que yo veía en cámara lenta.
El sentimiento que expresó como tema central en su charla fue atenuado con una mueca; un leve movimiento en su rostro, algo infantil.
Lo conozco bien. Lo sé bien porque yo mismo lo siento: comparto esa visión del mundo, comparto esa molestia por lo que debería ser.
Mientras habla, yo apenas me doy crédito de lo que dice, es como si hubiese buscado por mucho tiempo un alma que coincidiera con la mía y de pronto se presentará frente a mí. Así, natural, desnuda...
"Creíste que era algo común, que había musas, pero que equivocado estabas", me decía mientras la miraba.
De mi imagen, de cómo ella me veía, no puedo decir mucho, en realidad pensé poco en cómo lucía ante sus ojos, qué cara tenía mientras ella hablaba y me veía fijamente con la mirada clara, transparente...
Quizá, pensándolo bien, a esta hora ella ya no me recuerde, aunque, tal vez con un sentimiento cargado de esperanza sinsentido, pienso que no es así, al fin ella me lo dijo al final del encuentro:
"Fue un gusto charlar contigo... eres diferente".
Hasta ese momento, sólo hasta ese momento, recordé que yo era el entrevistador, que el contenido de la noticia fue algo orgánico y que quizá había roto un principio... ¿O acaso esta charla-entrevista le importará a todo el mundo?
A decir verdad no sé si eso tenga importancia ahora. Ella tiene razón: No es importa si es del medio, su familia lo es. Al final, su visión de la vida, para el mundo, es lo que menos importa...
Mañana quizá digan en mi redacción: “No te dijo nada, no hay nota, eres mal reportero”.
Y, efectivamente, no dijo nada que a alguien, a quien le interesa la vida privada de una familia conocida, pueda importarle.
Pero para mí dijo mucho, y ella lo sabe, yo lo sé, incluso lo sentí en el beso de despedida... había algo más que decir, pero era sólo una entrevista, ¿o no?
Diré que su familia, la de la musa, vivió un acontecimiento difícil producto de la delincuencia, y sé que ahí está la conexión, ¿dónde más?: a mí me pasó lo mismo.
Sin describir lo vivido, de pronto, de la nada, emitió una frase que yo he repetido muchas veces antes: "Me refugié en lo bello".
Yo hice lo propio: ella descifró artistas, yo los entrevisté.
"También hay una parte bella del mundo", añadió ella, y yo también, mucho antes de conocerla.
Existe una conexión humana idílica en mucho de lo que frecuento -quizá por ello nunca puedo sentirme plenamente feliz- y “hay tanto que se podría hacer para mejorar”, pensé, pensó, le dije, lo dijimos.
¿Eso hablará del vacío del alma? Supongo que sí, un poco, porque es claro necesitaba tanto conocerla en estos momentos, como ella expresarme cosas privadas que, de hecho, no son para publicar.
Me escribió su correo y su teléfono en un papel. ¿Las musas hacen eso? No lo sé, las entrevistadas sí, suelen hacerlo a menudo...

El "ser" dentro del periodismo

Elegí ser periodista por convicción.
Tenía como 16 años y vi la labor de algunos periodistas de guerra... sabía que algo andaba "mal" en mí cuando sentí emoción al pensar que debí (o pude) estar ahí.
Quizá muchos de mis compañeros han elegido este oficio por cuestiones similares.Nada se compara con la sensación de "vivir" el momento histórico, de plasmarlo y, con ello, cumplir con un breve capítulo dentro de historia de tu gente.
Recuerdo que mientras estudiaba la carrera, en la UNAM, llegué a leer algunos periódicos de principios de siglo XX, y más que las notas, me sugestionaba los periodistas que las escribieron; esos nombres inmortalizados en un papel, y esa visión, subjetiva al fin y al cabo, de un momento que no regresará sino a través de sus letras.
Lo que sí no advertí fue que para llegar a ese punto (el de ser parte de ese séquito de periodistas o de un medio) se requirió (y se requiere aún) un proceso bastante arduo: no es fácil "ser alguien" en un medio tan demandante, viciado y cambiante.
Creé este blog para compartir esas experiencias que te llevan, tarde o temprano, de la ilusión ingenua de un "periodista" novel, a publicar algo que puede considerarse medio importante. Para quienes sentimos esa adrenalina y la plasmamos en letras...
Yo hubiese querido un poco de esperanza en mis inicios, y aunque no soy ni con mucho el más experimentado, puedo sentirme capaz de compartir experiencias con gente afìn, y sobre todo con quienes comiencen.
Los dejo con un texto muy interesante de Gabriel García Márquez, a quien he tenido el gusto de conocer en persona, de frente y como reportero...
Hay mucho de razón en lo que escribe, sobre todo en el hecho de que cuando uno egresa de la carrera tiene una especie de falso ego, o que el periodismo, como oficio, ha perdido un poco de arte (esa es mi interpretación) al negarse, en su vertiginoso ritmo, a la reflexión, a las charlas de café...
Yo experimente eso por última vez hace tres años: cada viernes tomaba un café con mis compañeros de un taller de periodismo cultural en el Museo del Chopo junto al profesor Jorge Luis Berdeja (Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez 1998)... No saben cómo extraño esas charlas, el haber cambiado de fuente y a uno de los diarios más importantes de México me ha quitado, tristemente y contra lo que pensaba, un poco de ese "artesano" que llevo dentro. Si bien me ha dado satisfacciones muy muy grandes.... pero ya habrá tiempo para compartir esas experiencias.
Espero puedan opinar, compartirme en qué etapan se encuentran: si están estudiando, si buscan trabajo, si están en un medio... Al final, de eso se trata esto.
Saludos!!!

El mejor oficio del mundo

A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: "Los periodistas no son artistas". Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.

Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.

El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años siendo el peor estudiante de derecho­ empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.

La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces Presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.

La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.

Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.

La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.

Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante.

No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. "Ni siquiera nos regañan", dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.

Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.

Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para descifrarlas.

Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma sobre todo si es oficial- y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.

Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno solo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que el casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite como un loro digital pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.

La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.

Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.

El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.

Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad específica reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas otras bajo la dirección de un veterano del oficio.

En respuesta a una convocatoria pública de la fundación, los candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.

La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro invitado que escasas veces puede ser de más de una semana , y éste no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio. Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.

Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el suicidio. Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en Estados Unidos y Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnífico Horacio Bervitsky y el acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la prensa europea.

Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.

Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de aprenderlo.

Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.

Octubre de 1996
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano